domingo, 4 de septiembre de 2011

En orsái

Va entrando la noche, como un tango firme, endemoniado. Las calles, poco a poco, se abren a mis pies, y se arriman. No se ven las estrellas, no se ve más allá de las nubes espesas. Y la luz, esa luz amarillenta; los adoquines, las esquinas, los puestos ambulantes; todo eso que me hace pensar en algo que no está, que no sé con seguridad qué es. ¿Un recuerdo vacío, tal vez?. Yo no sé, che. Pienso que tengo la memoria está hecha de agua y que por eso, cada vez que trato de recordar algo, ruedan gotas a través de mis ojos. Un gato se asoma sobre una tapia. Seguramente, tiene frío; yo misma tengo frío. Las elucubraciones no se detienen. Estoy intentando recordar, pero empiezan ellas, gotas fastidiosas, a golpear mis párpados. Confieso que no me agrada, entonces apresuro el paso. ¡Qué estupidez! Como si eso pudiera hacerme salir de esta embarazosa situación simplemente caminando más rápido. Ahora estoy ya lejos, a varias cuadras de esa luz, de esa esquina, de ese gato; y, sin embargo, he aquí la tragedia: todas las esquinas son iguales, todas me llevan allá; a ese cielo de Trejo sin estrellas, lleno de vino y cerveza, calles de olor a mierda, con recuerdos de mierda. Y todo en mi memoria es como el agua que desborda.


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